
Trozos de concreto, fragmentos de  caminos que no conducen hacia ningún lado, puentes que no unen dos  orillas. Monumentos a la parálisis urbana ubicados a lo largo de la  autopista nacional, estructuras inacabadas que todavía sueñan con sentir  el peso de los camiones y de las motocicletas. La gente se agolpa bajo  su inacabada estructura a la espera de un transporte que los lleve a  algún lado, aprovechan la sombra que dan estos arcos de la derrota,  estas enormes estructuras que sólo sirven como parasoles, los más caros  del mundo. Con barandas que no han sentido el calor de una mano, los  puentes incompletos de mi país nos hacen una mueca, nos sacan la lengua  recordándonos nuestra atrofia urbanística, nuestro raquitismo vial.
Siempre que paso bajo sus moles  deterioradas, me pregunto: ¿Qué sentido tienen estos caminos truncos sin  autos? ¿Qué razón de ser la de estos gigantes incompletos que no van a  ningún lado? Fueron erguidos allí cuando se proyectaba que esta Isla se  llenaría de autopistas, como una espina dorsal viva a la que le salen  ramales hacia todas partes. Varias décadas después, siguen desligados de  las redes de tráfico, accesibles sólo desde arriba, irónico posadero de  auras tiñosas y de lagartijas que se calientan en sus columnas.  Monolitos a la inmovilidad de un pueblo, que en lugar de nuevas  carreteras, calzadas, rotondas y avenidas, ha visto como sus puentes  truncos se deterioran, comienzan a agrietarse sin haber sentido nunca el  rodar de un neumático.
 
 
 
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