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sábado, 9 de julio de 2011

Odio ser tímido

Cuento corto de Ricardo Steimberg


     La timidez es una de mis reacciones que más he odiado y luchado, desde que tengo uso de razón. He intentado eliminarla, con la ayuda de mi fuerza de voluntad, pero aún así, no he conseguido erradicarla de todo. Sin embargo, no era una timidez que me dejara atornillado al piso, si no, una especie de pudor muy selectivo y que acometía solo en algunos aspectos de mi insegura personalidad.


     Para dar un ejemplo. Siempre fui sociable y aquello jamás fue un impedimento para no tener amigos y amigas por donde pasara. Sin embargo, mi timidez no iba por ese lado; si no, por recovecos más simples que eso. A  veces no me animaba a pedir cosas a mis padres y mucho menos a extraños. Tampoco a bailar en público, pero, si llegaba a danzar, era con mi hermana o con alguna vecinita, en casa y lejos de las miradas indiscretas.

     Era bueno recitando en mi cuarto, pero en la clase, un fracaso total. Se me hacía un nudo en la garganta y no podía articular ni una  sola palabra. En una oportunidad, faltó uno de los actores elegidos de mi grado y ¿A qué no adivinan, a quién llamaron, para reemplazarlo? Aquel era un acto, preparado para celebrar el Día del Niño.

     Éramos 15 niños, disfrazados de pollito, portando en las manos, una  letra. La frase decía: “Feliz día del Niño”. La escena consistía en recitar una pequeña estrofa y luego exhibir orgulloso su letra. Pero, ¿qué hizo mal Ricardito? Simplemente todo lo hizo mal. Debía subir al escenario en fila india,  ya con la frase formada.

     Solo que me coloqué fuera del lugar que le correspondía a mi letra. Por lo tanto, cuando ya en el escenario, los padres de los otros chicos, pudieron leer: “infeliz día del ño”, comenzaron a reírse como locos. Alcancé a ver a mi mamá y a mi abuelo, entre la platea, que me hacían unas espantosas señas que no alcancé a comprender.

     Ya me sentía bastante perturbado, cuando de repente, vi que mi maestra me miraba fijo y asentía con la cabeza. Eso sí lo entendí. Significaba que era el turno de recitar mi parte. Pero cuando observé al auditorio, y sentí que cientos de ojos me veían  como a un bicho en el microscopio, y entonces sucedió lo que tanto temía.

     Me quedé mudo, inmóvil, algo estrangulaba mi garganta y no permitía salir ni una sola vocal. Pero aunque lo hubiera podido hacer, que habría dicho, si mi cerebro estaba apagado y ya no hubo más nada que hacer. Me sentí mal, las manos sudorosas, mis rodillas temblaban como cascabeles y el público y mi maestra de primer grado estaban ansiosos por escuchar mi recitado.

     No sabiendo que hacer en ese momento, preferí mil veces, que la tierra se abriera y me tragase, de una buena vez. En un momento dado, no soporté tanta presión y salí corriendo. Tenía una cita con el papel higiénico. Este, como he dicho anteriormente, ha sido solo una de mis tantas batallas libradas contra la maldita timidez. 

     En otra oportunidad, fui a comprar una remera con mi mamá. La vendedora me la probó, y todo fue tan rápido que ni me di cuenta como me quedaba. Ella le dijo a mi mamá, que estaba hecho una pinturita. La envolvió rápido y nos cobró. En casa, mami, más ansiosa que yo por volver a probármela, prácticamente me la calzó a la fuerza. No había caso, la prenda me quedaba bastante chica y ajustada.  

        Entonces dijo las palabras mágicas: “Nene, porque no vas solito a cambiarla. Es acá   cerca   y  solo   tenes que cruzar una sola calle,   hacerme   el favor, que estoy muy cansada”. Apenas me dijo eso, mi barriga empezó a rugir y mis manos a sudar. Mis pies se rebelaron y no querían caminar hacia la tienda, si no en sentido contrario.
         
     Fui casi protestando en voz baja, como para no contradecirla. Me avergonzaba con solo pensar, que ella creyera que era un  completo  estúpido. Esas dos miserables cuadras y media fueron, quizás, las más largas que recorrí en toda mi vida. No sabía que hacer ni como escaparme de tal situación.

     Cuando llegué a la tienda, me refugié detrás de las dos amplias vidrieras exteriores. A pesar de todo mi esfuerzo, no me animé a entrar. Solo pretendí juntar valor para hacerlo y encontrar las palabras justas que debería decirle a la vendedora. Esta, desde un principio, no me agradó. Tenía cara de bruja y no era muy amable que digamos.

     Afuera di vueltas y vueltas, mientras estrujaba la remera que tenía entre mis manos, totalmente bañadas en sudor, y sin poder decidirme a entrar. ¡¡¡Esta remera es demasiado chica para mí!!!, vieja estúpida, pensé enojado, para mis adentros. Pero me faltó coraje, para entrar y decírselo en la cara. Odiaba enfrentar este tipo de situaciones.
    
     Me quedé un buen rato, refunfuñando mi rabia interior, siempre afuera del local, por supuesto. Al cabo de un tiempo y viendo que ya no entraría a cambiar mi remera, ni si me empujaran con una topadora. Decidí entonces emprender el ansiado regreso a casa. Lentamente, como masticando cada uno de mis pasos, inicie la vuelta.

     Antes de llegar, la divisé a mi mamá, espiando por la ventana del comedor. No sabía que decir y no quería pasar por tonto. Pensaba  inventar alguna excusa fantasiosa, pero dos cosas conspiraban en mi contra. Mi cerebro estaba en blanco y mi mamá era demasiado viva para engañarla. En fracción de segundos se daría cuenta.

     Opté por lo más sano. Apenas traspuse la puerta, ella miró mis manos y descubrió que aún traía la misma prenda que había llevado. Me miró fijamente y me preguntó que había pasado. Le contesté que no tuve valor de enfrentarme a la vendedora. Ella no hizo más preguntas, se acercó, me dio un abrazo de oso y me llenó la cara de besos.

     No entendía que bicho le había picado. Ella me hizo un encargo y yo, al contrario, fracasé. ¿Por qué, me estaba felicitando, si mi regreso fue sin gloria? Caramba, quien entiende a las madres. Y antes que se lo pregunte, me dijo, si sabía porque ella hacía eso. Me encogí de hombros, no sabiendo que contestar. Y mamá responde: fue porque no me mentiste, solo por eso.

     Sin embargo, creo que la anécdota, que más recuerdo de toda aquella tortuosa pero feliz época; fue sin lugar a dudas, la que me sucedió, en los primeros días, mientras cursaba el primer grado. En la misma escuela y muy poco tiempo antes, que los ya narrados incidentes con aquellos correntinos Ponce.

     Como ya dije, mi timidez era inmanejable, al menos en ese tiempo. Resulta que como todo tímido, siempre intenté pasar totalmente desapercibido. Nunca pretendí destacarme dentro de la multitud, al contrario, dentro del anonimato, siempre me sentí mucho más cómodo y protegido.

     En cierta oportunidad, dentro del aula y estando en clase, necesité con urgencia ir al sanitario. Aquella maestra era novata e inexperta en el manejo de un alumnado, que para colmo de males, por primera vez se desprendía de la falda de sus respectivas madres. Por lo tanto, todos éramos demasiado mimados y consentidos, incluyéndome.

     Levanté varias veces mi mano, pero ella pareció no darse cuenta de ello. Estaba demasiado ocupada manteniendo a raya a los otros pequeños monstruitos. Ni loco se me ocurría alzar la voz, más de lo debido. Ese no era mi estilo. Así que mientras los minutos pasaban, mi pequeña vejiga,  me reclamaba más y más.

     Cada segundo era una eternidad, y comenzaba a sudar en frío. Hasta que llegó un momento que no aguanté más y parándome le dije; con una voz, entre dientes, sobre la imperiosa necesitad de encontrarme con el sanitario. Ella insensiblemente y con un rotundo: ahora no, después, provocó que se desatara las Cataratas del Iguazú.


Sentí brotar un líquido tibio de mi anatómico y correr por mis piernas. Mi compañero de banco se dio cuenta y avisó a la maestra de mi pequeño accidente. Ella vino, me miró con cara de lástima y preocupación. Fue corriendo hasta la Dirección y al cabo de un instante, regresó agitada. Quiso tranquilizarme, al avisarme que mi mamá vendría a buscarme.


     Todo fue tan rápido, que no tuve tiempo de tener vergüenza. Vivía muy cerca de la escuela. Solo tardé el tiempo que se demora uno en bañarse, cambiarse de ropa y desandar el camino hacia la escuela. La noticia de la orinada, corrió como reguero de pólvora por toda la escuela. Nadie osó burlarse de mí, ya que ninguno estaba exento de sufrir un percance similar. Solo que sus miradas socarronas y burlonas,  decían más que mil palabras.   

     Desde esa época hasta la fecha, he ganado y perdido muchas veces, esa mortal batalla contra la timidez, pero nunca, nunca me he dado por vencido ante ella. Y jamás lo haré, mientras viva.

1 comentario:

nicolas ladaga dijo...

ufff la vida de los timidos!!!!! bueno que lo describas con ojos de ninho.....todo se supera, creo que hasta has llegado a dar cursos sobre como vencer la timidez......
Bueno es todo lo que puedo comentar, porque....me da verguenza!!!!