Ricardo Steimberg
a Elvira. Fue un flechazo a quemarropa, que me dejo totalmente embobado. Pero creo que fue mutua la situación, ya que ella, con solo tres
meses de conocerme, me invitó a vivir en su
casa, del kilómetro 8 de
casi pegado al Batallón.
En esa época, dicho
lugar era pura selva. El empedrado tenía apenas dos cuadras desde la ruta, y
luego solo un camino abierto con una topadora, por donde el colectivo de la
empresa 3 de Febrero, valientemente se adentraba por espacio de 1.500 metros , con una
espesa selva como telón de fondo.
Los colectivos eran
muy chiquitos, de los llamados “ñatos” y en el que era fácil tener como
compañero de viaje a un par de gallinas o un lechón. Cierta vez viaje con dos
cabritas y su terrible olor fue un infierno durante todo el recorrido. Tomar a
uno de estos vehículos era toda una aventura. Para que los memoriosos tengan en
cuenta, el boleto único costaba 35 guaraníes.
Me acuerdo muy bien
que era un verano ultra caluroso, con noches muy húmedas en las que la
temperatura no bajaba demasiado. Elvira era una hermosa trigueña, vendedora de
una casa comercial del microcentro de Ciudad del Este. Hacía solo 6 meses que
había venido de Caazapá, buscando mejores horizontes. Nos conocimos por
intermedio de una amiga en común. El resto no es necesario, al menos esta vez
que lo conozcan.
La anécdota en
cuestión sucedió durante una de esas tórridas noches. Me desperté sobresaltado
y totalmente empapado en sudor. Muy mareado, me llevó un par de minutos para
darme cuenta que había dejado el mundo de los
sueños. Miré la hora en el reloj que estaba en la mesita
de luz y este me marcaba las
2 y 5 de la
madrugada.
El calor y la humedad
eran insoportables. El viejo ventilador de techo solo nos tiraba aire caliente.
Me di cuenta que no podría dormir, por
lo que decidí salir a fumar un cigarrillo en el frente de la casa. Pero me
lleve una sorpresa al encontrar a mi vecino haciendo lo mismo que yo pretendía
hacer.
Cuando me vio no dudó
un segundo en llamarme. Lo hizo con gestos ya que a esa hora era imposible
gritar. En seguida estuve a su lado. Sin más me hizo gestos para que tomara
asiento a su lado. Comenzamos a charlar de bueyes perdidos y vacas encontradas.
Hasta que mi vecino me da un golpe en la rodilla y con su dedo índice me
muestra la colilla arrojada por él hacía un par de minutos antes.
Este que se
encontraba en el suelo, a unos dos metros y medio, y brillaba en la oscuridad
como si alguien lo estuviera chupando. Miré la cara de mi vecino y estaba tan
pálida como un papel. Yo no entendía nada de nada. Al instante siguiente y a
muy corta distancia se escuchó el chistido de una lechuza. Mi vecino comenzó a
temblar sin disimularlo. Mientras me susurraba tartamudeando, en el oído:
--Es el pombero, es
el pombero. Luego vimos prenderse y apagarse el cigarrillo hasta consumirse por
completo. Eso sin dejar de chistar la lechuza todo el tiempo, a espacios
regulares. Cuando la colilla se apagó, aún asustado y sin recuperar el color de
su cara, me dijo que las lechuzas siempre acompañan al pombero, es una forma de
saber que él anda muy cerca.
Debo confesar que
estaba asustado, no por lo que mi vecino decía, sino porque me había
impresionado el hecho de ver prenderse la colilla varias veces pero sin que
soplara una sola gota de viento. Y eso es lo que hasta la fecha me sigue
intrigando. Ver no lo vi, pero sentí su presencia cerca de mi.
Ni Elvira ni nadie a
quienes le he contado esto me han creído, pero basta que escuche, de noche, el
chistar de una lechuza para que nuevamente recorra por toda mi espalda un
fuerte escalofrío.
4 comentarios:
Me recuerda algunas leyendas de Venezuela, cuando escuchaba, yo moy pequeño, las leyendas del SILBON.
buena esa Riqui!!!! Mi amigo del alma!
BUENA ESA RIQUI!!!!! EXITOS CON TUS CUENTOS..!!
Wow.... Me gustó,, pero me quedé pensando si en mi quincho fue mi gato Pikachu el que hizo ruido o la lechuza...
Wow.... Me gustó,, pero me quedé pensando si en mi quincho fue mi gato Pikachu el que hizo ruido o la lechuza...
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