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viernes, 18 de julio de 2014

EL ÚLTIMO HOMBRE SOBRE LA TIERRA

Como de costumbre, se me había ido la mano con el vino. No soy un borracho perdido, porque sé controlar el vicio, y lo puedo dejar en el momento que yo así lo desee. Apenas abrí un ojo y mil agujas se me clavaron en el medio de mi cerebro. Aparentemente me había caído de la cama, mientras estuve depurando toda mi alcohólica resaca. 


Tuve que hacer un gran esfuerzo para ponerme de pie, y encaminar mis pasos hacia el baño. Pero al pasar por el comedor, mis ojos tuvieron que enfrentar un fuerte rayo de sol, que penetraba por una rendija de las cortinas. Instintivamente me los tapé con fuerza, soportando ahora dos tipos diferentes de dolor, siendo cada uno de ellos prácticamente insoportables. 
A duras penas llegué hasta el baño y sin pérdida de tiempo, levanté la tapa del inodoro, para luego vomitar con ganas. Después, bajé nuevamente la tapa y allí me senté, sosteniendo mi cabeza entre mis piernas abiertas. Así me quedé, vaya uno a saber cuanto tiempo, pero cuando salí del baño y miré por la gran ventana del comedor, ya la noche había caído y la Luna estaba brillando con gran intensidad, en lo más alto del cielo. 

Fui hasta la cocina y allí busqué cualquier cosa para comer, tenía un hambre de lobo, pero como recién había vomitado, preferí merendar cualquier cosa liviana. Realmente toda la bebida consumida el día anterior, me había caído bastante mal, por lo que juré ante quinientas Biblias que ya no lo haría nunca más. Miré nuevamente por la ventana del comedor y ni siquiera con el brillo de la Luna, se podía distinguir algo, allá afuera. 

Me zambullí en la cama, y sin ver absolutamente nada de televisión, quedé dormido, casi al instante, como si fuera una piedra. Dormí tanto y tan plácidamente, que desperté de un muy buen humor. Salté de la cama como un resorte, con bastante apetito. Como vivía solo, en aquel hermoso departamento alquilado, y pasaba casi todo el santo día en una oficina contable, era muy lógico que no tuviera tantas provisiones en la heladera. 

Me cambié de ropa, tomé las llaves de la puerta y puse mi billetera en el bolsillo derecho delantero. El cielo se veía de un hermoso azul celeste, con un sol que iluminaba, pero sin calentar. Era un jueves, pero por lo que veía, daba toda la sensación de estar en un apacible domingo. Miré hacia todos lados y no vi absolutamente a nadie caminando. No hacía falta sacar al auto, ya que el día estaba hermoso para caminar hasta el supermercado. 

Sin embargo había algo muy raro en el ambiente, no sabía decir que era, pero sentía íntimamente que algo anormal estaba aconteciendo. Comencé a caminar muy lentamente, observando todo a mi alrededor, con detenimiento. Lo primero que me llamó la atención es que había demasiada basura, desparramada por la calle, mucho más que lo acostumbrado, por la pésima gestión comunal en Ciudad del Este. 

A medida que me acercaba al centro, buscando al supermercado al que acostumbro hacer compras, veía mucha basura arrastrada por el viento, negocios con las persianas bajas, ningún vendedor de diarios o en el peor de los casos, algún niño mendigando por la calle. Tenía esa rara sensación como que algo me había perdido, como si todo el mundo hubiese cambiado de la noche a la mañana y que yo no percibí ese cambio. 

Sigo caminando y todo lo que veo no me gusta. Tengo un raro presentimiento que me angustia y a la vez me da miedo. Un miedo a encontrar algo que realmente me desagrade. De ninguna manera me sentía seguro, a pesar de no ver a nada que se moviera, a no ser viejos papeles de diario, mecerse al son del viento. Cuanto más avanzaba, más indefenso me encontraba. Como un rayo pasó por mi mente que si habría más gente, buscando comida, no precisamente tenían que ser tan pacíficos como yo. 

Luego de recorrer algo más de diez cuadras a la deriva, buscando algo abierto o donde conseguir comida y un arma, estaba realmente descorazonado, por lo que me tuve que convencer, a la fuerza, que sería muy difícil poder encontrar a otro ser humano. No veía a ningún individuo de mi escala zoológica, pero lo llamativo del caso es que tampoco se asomaban a la escena ni aves, ni gatos ni perros o cualquier bicharraco de mala muerte. 

Unos veinte minutos más tarde, ya muerto de hambre, localizo otro supermercado, que solo tenía una cortina pantográfica. Así que busco con desesperación alguna barreta para hacer palanca y alzar la cortina. Tras mucho esfuerzo, pude entrar. Busqué en los anaqueles cualquier cosa que meter en mi estomago, pero como vi demasiado polvo en el estante, se me ocurrió ver la fecha de vencimiento, de un paquete de galletitas dulces y me llevé una gran sorpresa. Hacía diez años que estaban vencidos. 

Busqué y rebusqué en cada rincón del comercio y todos los alimentos, que allí encontré, estaban muy pasados de su fecha de vencimiento. Encontré dos garrafones de veinte litros de agua mineral, que tenía su sello intacto. Lo abrí y tomé con desesperación todo el líquido que pude. Pero estúpidamente lo hice tan de golpe que eso hizo que tosiera como un loco, hasta hacerme caer lágrimas de mis ojos, sin quererlo. Debía llevarlo a casa, pero eran 20 kilos como para llevar tantas cuadra, hasta que por fortuna descubrí un hermoso carrito. 

Por las dudas, y antes de darme por vencido, volví al departamento por otro camino. Deseaba fervorosamente ver a otro ser humano, para que me dijera que había pasado con el mundo. La vuelta fue mucho más dificultosa que la ida. Como aparentemente nadie transitaba ya las calles, los yuyos y las malezas se habían apoderado de aquel escenario. 

Entre toda aquella salvaje vegetación, unida a toda la tierra, la basura sobre el pavimento y los negocios cerrados, le daban a este lugar todo el aspecto de un viejo pueblo abandonado, muy al estilo del lejano oeste. No caminaba muy rápido, ya que me encontraba muy débil, hambriento y cansado. Aparte del sonido que hace el viento, las ruedas del carrito sobre el pavimento desparejo, era lo único que rompía toda aquella maldita monotonía. 

Llegué totalmente fatigado al edificio en el que vivía. Ahora que lo había visto de lejos, me llamó la atención, lo descuidada que se encontraba su fachada. Aparte de encontrarse muy sucia, prácticamente no les quedada vidrios sanos, excepto los de mi departamento. Por lo poco que recordaba, durante la gestión de la última intendente, ella no había sido muy adepta a solucionar el problema de los baches, pero por lo que veía, el asfalto no estaba mucho más agrietado que antes. 

Luego de arrastrar el carrito, por las escaleras, al tercer piso, me quedé resoplando como un caballo viejo, recostado contra la pared del pasillo, hasta que pude recuperar el aliento. Una vez dentro, ataqué sin pensarlo dos veces, uno de los muchos paquetes de galletitas, de distintas clases, que me había traído. A esta altura, creo que ya no tenía mucha importancia que estuvieran vencidos o no. Por eso, en un estado de total desesperación, tomé un paquete y prácticamente lo devoré, en cuestión de muy pocos minutos. 

Aún con los ojos medio desorbitados, por el hambre, busqué un vaso, sin mirar si estaba sucio o limpio, y lo llené con el agua mineral del bidón de 20 litros, que había traído en mi carrito. Pero cometí un error estúpido, bebí demasiado rápido y eso me hizo toser, escupiendo para todos lados. Las lágrimas saltaron solas de mis ojos, haciéndome parpadear repetidas veces, al tiempo que me picaban horriblemente. 

Los días posteriores fueron igualmente tan monótonos y rutinarios como el primero. Sin embargo, de vez en cuando me permitía ciertos pequeños cambios, en mi rito diario. Pude entrar en una farmacia y hacerme de un botiquín de primeros auxilios. Recolecté más de 100 litros de nafta que me serviría como combustible para cuando llegue el invierno. También dejé mi departamento que estaba en el tercer piso, por el que estaba en el primero. Más que todo por comodidad, por lo dificultoso de subir y bajar con el carrito. 

Para la iluminación contaba con una buena provisión de velas, fósforos y encendedores descartables. Por la falta de electricidad tuve que hacer muchos cambios en mi vida diaria, tomando conciencia de cuan dependiente somos de la electricidad y la tecnología. Pero lo peor de todo aquello, era no tener a nadie con quien conversar y eso, en ciertos momentos, podría llegar hacerme perder totalmente la razón.

Había días que eso me deprimía tanto, que no me daban ni ganas de salir a la calle. En el curso de una de mis expediciones pude hacerme de una pistola 9 milímetros, con su cargador completo, más una caja de 50 proyectiles. Si bien nunca usé una, solo con tenerla en mi cintura, durante mis rondas diarias, me daba cierta ridícula seguridad. Únicamente disparé tres proyectiles, que resonaron como truenos en medio que aquel profundo silencio. Tal fue el susto que me pegué, que casi se me cae de la mano, por eso nunca más la utilicé. 

Sacando estos muy pequeños detalles, nada cambiaba en mi rutinaria existencia. Durante la noche, pasaba muchas horas pensando que estaba dentro de una horrible pesadilla y que en cualquier momento despertaría y todo simplemente volvería a ser como antes. Es por eso que siempre me despertaba pasando las diez de la mañana. Mi reloj de pulso todavía funcionaba, pero no sabía por cuanto tiempo más. 

Cada vez recorría zonas más alejadas de mi casa, por dos motivos fundamentales. Primero, buscaba cosas que me fueran útiles en mis incursiones, como una buena bicicleta que me daría una buena autonomía, entre otras cosas. Segundo, siempre alentaba la esperanza de encontrar a otro ser humano, ya que me sentía profunda y absolutamente solo. Para no deprimirme, trataba de no pensar demasiado en ello, aunque no era muy fácil, por eso siempre me mantenía completamente ocupado todo el maldito tiempo. 

Sin embargo, en una de mis cotidianas escapadas, por los alrededores, me pareció ver, con el rabillo del ojo, ropa mojada asoleándose en un balcón. Ya habían pasado tres meses y algo más, desde que desperté en este infierno y este era el primer indicio concreto que no estaba totalmente solo. Me fui acercando muy lento al edificio, siempre sabiendo que en la cintura tenía mi pistola por las dudas me encontrara con gente hostil. 

Cuando estuve lo suficientemente cerca, pude notar que aún la ropa goteaba, lo que me daba la certeza que hacía muy poco tiempo que había sido extendida. Esperé un rato largo, mientras mi corazón batía como un tambor en mi pecho. La sola posibilidad de encontrar a una persona, me había cambiado el humor. No sé cuanto tiempo tuve que esperar allí, pero ya el sol me indicaba que serían alrededor de las cuatro de la tarde, cuando una muchacha se asomó en aquel balcón. 

Ante la emoción de ver a otra persona, no pude contenerme y por primera vez, en mucho tiempo, grité con todas mis fuerzas. 

Ella me escuchó y al verme, noté enseguida que todo su cuerpo se estremeció. 

A pesar de la distancia que nos separaba, se podía observar un instintivo temor. 

Me acerqué hasta colocarme bajo su balcón y le pedí por favor que bajara, que ella no correría ningún riesgo, porque con urgencia necesitaba hablar con alguien o si no me volvería completamente loco. 

Entonces, su cara de miedo cambió por la de sorpresa. 

Le supliqué nuevamente que bajara, que deseaba contarle muchas cosas así como que ella hiciera lo mismo, para que ambos supiéramos que es lo que había sucedido con nosotros y como llegamos a desembocar en ésta maldita situación. Y porque al final de cuentas, sea lo que fuere, solo habíamos sobrevivido ella y yo.

Cuento del libro "Cuentos para leer mirando debajo de la cama" 
del Escritor Ricardo Steimberg

3 comentarios:

Albys Paredes B. dijo...

Excelente el cuento Ricardo Steimberg...

Daniel Balbastro dijo...

No conozco al autor pero este relato me atrapó desde el princio. Seguí leyendo y ahora me angustio por saber como continuará.
Felicitaciones al escritor
Daniel Balbastro

Doris Dolly dijo...

Ricardo ...he de pasar a leerte con tiempo...comencé a leer tu cuento y me encanta ...besossoso desde Argentinaaaa